Sobre "Apuntes de viaje", de Isolda Dosamantes
Andrés
Cisneros de la Cruz
Una de las
complicaciones del conocimiento es que al manifestarse en lenguaje, aprehende
el hallazgo o la revelación de un suceso en las delimitaciones lingüísticas de su propia
manifestación; es decir, su manifestación material queda sin suscrita a su
manifestación poietica. Para
desgracia del poeta, el lenguaje es su herramienta. Una herramienta atroz,
parecida a una guadaña que levanta los frutos maduros de la inteligencia; o en
ocasiones, sino una hoz, es un caldero para mezclar los frutos muertos de la
naturaleza. Sus esencias secas, así como los cabellos de burro, o las alas de
abeja; el aguijón incluso. Todo para preparar menjurjes extraños, en el mejor
de los casos, para los distraídos que cayeron en el patio de la Poesía.
El viaje por otra parte, me gustaría
definirlo como: el cenit del trayecto que tardamos de regresar a una misma
coordenada, sin que esto quiera decir que regresamos a un mismo sitio. La
dinámica de los traslados es curiosa y caótica. No sólo no existe un mismo
punto de partida, pues una vez que se desplaza uno del punto, éste se mueve
hacia otro espacio, aunque parezca permanecer; también los puntos intermedios
son intermitencias de un viaje cuántico, y aparecen de ese modo al contacto del
ojo.
Isolda Dosamantes nos adentra en
este transcurso, el cual lleva ya varios libros documentando ese gótico florido que es Natura en la
mañana cuando sus cabellos, sean de hierba, sean de sol, sean de lava o de
lluvia, están despeinados y le forman grecas al espectador en la mirada;
fisuras incluso, si es que el poeta ha despertado de noche, y no de día, cuando
todo sólo aparenta y no es sino su vano reflejo.
Por eso algo permanece en Isolda
como un árbol que se funde con sus hojas en el interior de su mente, y florece
en palabras, y poemas que traduce para nosotros. Su visión del paisaje no es la
caótica velocidad de la cercanía, sino la pausada contemplación de lo lejano, eso
que se detiene en el horizonte, antes de sumergirse en el lomo de una giganta.
¿Será que todo el bosque de sus
libros es una especie de encrucijada que el destino le ha trazado para que los
hombres de sus poemas tengan algo de dónde sostenerse, aunque no sea un cetro,
un bastón, o un castillo? Sólo árboles, y cito: “los hombres se abrazan de su
árbol, lo ciñen como un niño ante su madre, lloran en él como occidental en su
escondrijo (…) los hombres se golpean contra el árbol, le pegan con firmeza en
la coraza y la fortaleza del árbol se hace suya. La sombra de los hombres son
sus ramas”.
Las palabras del poeta son
extensiones materiales de sí mismo. Así como el hombre es extensión material de
una primera palabra, que antes fue movimiento, gesto; pendulación de rechazo o un cariño. Isolda camina sobre una
alfombra de ciruelo a la casa de su continuo viaje. Ese que parece ser una
bitácora de árbol en árbol, una danza “como esa rama del cerezo de la que
cuelga el mediodía”.
Pareciera que Isolda Dosamantes es
una bruja blanca, de esas brujas que guardan al sol como una carta bajo la
manga. Y que lo juegan a discreción sobre el tablado misterioso de la noche.
Sin prisa, “pues todo es un movimiento permanente, que parece girar en ritmo
propio”. Las brujas blancas exaltan lo que hay para que los seres se extasíen
al colmo de la muerte luminosa, el árbol que arde hacia dentro: “se tienden al
sol de las doce y cantan la espera, esperan las horas de la mañana, ése que
vendrá con sus aguas temblorosas a llenarlos de júbilo o de penas”. Ese júbilo
y urgencia de la primavera en el retoño de dos amantes jóvenes. En cambio las
brujas oscuras transfiguran lo que tocan, con sus agujas de lactante variante.
Son las alevosas que vienen a cambiar nuestro mundo. Dialécticas del aire y del
tiempo que se configuran en el lenguaje. “¿De dónde nace el agua y rueda, de
los senos a la entraña del amante?”, es una de las preguntas que obsequia la
poeta.
Apuntes
de viaje, de Isolda Dosamantes es un poemario maduro, listo para ser
recolectado por el lector que afortunado habrá de comer una manzana lista para
la mordida. Aquí el viaje nos emborracha con su aguardiente, para que seamos
tal vez, una de las veladoras en la ofrenda de la diosa. Aquí el barro es la
configuración de las mariposas que conforman nuestra carne. E Isolda es una
poeta que levanta la voz para que se derrame el día, incluso de noche, cuando
todos los seres bailamos alrededor de los árboles para recordar que todo es
poesía, todo, incluso lo que permanece, alto, estático, ardiente como la muerte
en la garganta. Como la muerte que nos obsequia la madre, en cada una de las palabras.